La lucha contra el cambio climático no es algo nuevo. En los años 60 del siglo pasado, algunos científicos empezaron a publicar algunos estudios en los que manifestaban que existía un calentamiento de la atmósfera originado por el dióxido de carbono. En aquellos primeros momentos hubo también científicos que apuntaron que la contaminación atmosférica de origen humano podría tener, por el contrario, un efecto de enfriamiento.
Llegados los años 70, la opinión de los científicos estaba cada vez más a favor de los postulados del calentamiento. Desde entonces se ha ido produciendo un paulatino consenso sobre el hecho de que el efecto invernadero (de origen natural) estuvo involucrado en la mayoría de los cambios climáticos a lo largo de la historia de la tierra. Ya en pleno siglo XXI, está claro que existe, además, un acelerador de este fenómeno que son las emisiones originadas por la actividad humana que, sin duda, son parte del problema.
El tema del cambio climático es, sin embargo, mucho más complejo de como nos lo explican en ocasiones. No se trata realmente de un calentamiento o de un enfriamiento que afecte por igual a todas las partes de nuestro planeta. Porque la realidad es que el cambio climático no solamente está en el origen de un incremento suave pero constante de las temperaturas en todo el planeta, con todo lo que ello supone, sino que es la causa de climas y fenómenos meteorológicos mucho más extremos y dañinos. Hay un artículo muy sencillo y didáctico sobre esto que puedes leer en National Geographic [ver aquí], aunque hay muchos otros.
¿Y cómo luchamos contra esto?
Los grandes avances de la humanidad no se producen cuando alguien los inventa o descubre, aun siendo este un paso esencial. El verdadero progreso se produce en el momento en que las personas lo asumen como algo colectivo.
Por poner un ejemplo. Imagínese una familia cualquiera. La madre está convencida de que hay que actuar para proteger el medio ambiente y es una recicladora convulsiva. Separa adecuadamente plásticos, papel, de basura orgánica, de pilas, de vidrio y de todo lo que se le pueda ocurrir. El padre de familia va a lo suyo, aunque a veces recicla cuando su mujer está mirando, no vaya a ser que… Y, finalmente, el hijo de ambos pasa de todo y va tirando los residuos donde le parece. El resultado neto de esa familia es negativo para el medio ambiente.
Lo mismo pasa cuando alguien de la familia se preocupa, por ejemplo, porque los alimentos sean de un origen cercano y de proveedores que respetan el entorno produciendo de forma respetuosa con la naturaleza. Si al resto de la familia le da igual y compran sin mirar el origen ni las condiciones de producción, la huella de carbono de esa familia será penosamente alta.
La solución no es individual, sino colectiva. Todos sumamos.
Eso mismo pasa con la sociedad. Por mucho que haya quienes se preocupen cada día en su parcela de actividad de ser civilizados y respetuosos con el entorno, mientras que colectivamente no asumamos esa necesidad, no iremos hacia un final halagüeño.
Y los políticos (¡ay!) podrían hacer mucho más de lo que hacen si en vez de pensar en ellos mismos y sus partidos, ayudasen a crear un sentimiento colectivo de responsabilidad en la lucha contra el cambio climático. Uno de los pilares está, por cierto, en la educación, una gran olvidada.
Es como el jardín de tu casa. Si lo atiendes con esmero, será un lugar lleno de vida que crecerá y lo disfrutarás cada día. Pero si no lo cuidas, cada vez será más pequeño y menos verde. De pronto, un día, desaparecerá. Y ya será tarde.
Y tú, indiferente. A lo tuyo. ¿Lo pillas?
Creo que la lectura de este post la puedes complementar con otro que escribí hace algún tiempo, titulado «Hábitats en peligro«.