Hace 23 años…

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Me vais a perdonar, pero hoy no quiero hablar de comics, ni de viñetas, ni dibujos, ni de nada que se le parezca pues me apetece contar una experiencia que he vivido hace unos días y que me ha marcado, espero, por mucho tiempo. Aviso a navegantes: este post es solo para iniciados de la P26 ya que para cualquier otro será difícil de entender.

El tema ya apuntaba buenas maneras desde hace unos meses, cuando nuestro compañero César (“Jéjar”, para más señas) empezó a localizarnos y organizarnos. Difícilmente sabremos algún día (salvo por confesiones de Luisa) del esfuerzo de este personaje para dar con el paradero de todos los de nuestra promoción, la P26, ya que algunos parece que se habían acogido a un programa de protección de testigos. No los encontraba ni el Lobatón. Pero lo fue consiguiendo.

Yo lo tuve claro: iba a ir. Pero tenía miedo de que las grandes expectativas que me estaba creando en torno a este encuentro se vinieran abajo cuando llegara el día. La ilusión por recuperar mi memoria perdida me hacía subir la adrenalina cada vez que repasaba la web donde ya colgaban muchas fotos de la P26. La verdad es que iba tachando los días en el calendario de mi cabeza. Ya quedaba menos. Ya llegaba el día.

Y llegó.

A la mayoría de los compañeros de la P26 no los había visto desde que acabamos la carrera y tenía mis dudas sobre si los iba a reconocer. ¡O ellos a mí, claro!. No tenía muy claro si habríamos cambiado lo suficiente como para no “conectar” como lo hacíamos durante los años de facultad.

El primer acontecimiento de la agenda era un partido de fútbol entre antiguos alumnos al que llegué nada más iniciado. En mi retina estaban todavía los partidos entre globigerínidos y esquistosos allá por los años ochenta. Al principio me sentí mayor, muy mayor, cuando observé dos equipos de entre catorce y diecisiete jugadores cada uno (¡treinta tíos jugando a la vez!) y entendí que los años no pasan en balde. La forma de correr, la forma de respirar (jadear más bien), las barriguillas…

Pero llegó mi primer momento mágico cuando, entre el público, alcancé a ver al “Ruzo” y a la “Calvache” y sentí al instante que fue ayer mismo cuando los vi por última vez. Se incorporaron enseguida al grupo “la Canaria”, “Pitagorín”, “el Seco” y los gladiadores que se habían atrevido a saltar a la arena: Tomás, “El Pí”, Cris, “Jéjar”, David Merino; hechos unos zorros pero felices. Los abrazos que compartía con cada uno de ellos me llenaban de sudor (el de ellos, claro) pero de inmensa alegría. Unas cervezas muy frías sellaban ese encuentro como en los viejos tiempos. Comprendí que 23 años no son nada si realmente llegaste a apreciar a toda esa gente con la que compartiste los mejores años de tu vida. Y allí estaban.

No, no habían pasado 23 años. Yo no había perdido casi todo el pelo que tenía antaño (una buena melena, oiga). Ni tan siquiera había engordado unos gramos, no señor. Estaba allí, como ayer mismo.

Lo de menos fue el resultado del partido (7-2 para los globigerínidos, por cierto) sino que teníamos ante nosotros la primera excusa del fin de semana para compartir cervezas y recuerdos.

Esa misma noche hicimos lo que mejor hemos aprendido en toda la carrera y en lo que más calificación hemos sacado en la P26. Nos fuimos a tomar cervezas a “La Gamba Alegre”, lo cual nos llenó de satisfacción al comprobar que seguía en el mismo sitio que hace 23 años. Allí empezamos a eso de las nueve de la noche Tomás Cremades y un servidor con las primeras cañas de la velada para terminar bien entrada la madrugada con el bar hasta los topes de geólogos coreando nuestro grito de guerra igual que hacíamos en los bares de casi toda la geografía española cuando los ánimos se exaltaban en alguna de nuestras excursiones durante la carrera. Allí, en la Gamba Alegre, también se incorporó Angelines, con su eterna simpatía. Más tarde nos llevamos otra sorpresa al comprobar que «Batán» seguía estando donde antaño, asunto este que quisimos celebrar con unas copas en su interior.

Aquella noche yo ya hubiera dado por satisfecho el fin de semana, pero no fue sino el comienzo de otras muchas alegrías.

A lo largo del viernes comenzaron las sesiones serias, esas en las que la gente escucha lo que unos sabios dicen, y nos fuimos reencontrando todos. Cada uno de los que iban apareciendo, además de los compañeros del día anterior, aportaba frescura a la reunión:“Pepe Bond”, Noli, Alicia, Marisa, Senata, Belén, Ana, Mercedes, María del Mar, “El Cali”, Pepe Clavero, Fernando, “Fuengirolo”, “el Pitufo”, José Antonio, Angel, Antonio Castro, Salva, Chema, Carlos y Pepe “Pulianas”, “Manzanita”, Diego. ¡Vaya tribu, señores!.

Nuestra P26 se destacó una vez más entre todas las demás con dos posters llenos de magníficas fotos y con una vitrina donde se exhibían objetos de la “Rhipio”. ¡Somos los mejores! (frase habitual, por cierto). Otros también lo decían pero nosotros éramos los únicos que teníamos razón.

Como colofón para ese día tuvimos la suerte de cenar en el Hospital Real, un lugar de lujo para una reunión de lujo. Nunca en mi vida había visto a muchos de mis compañeros con traje y corbata. Incluso parecían gente decente. Sin embargo, a pesar de las etiquetas nuestra actitud era la misma que cuando compartíamos libros y apuntes. Rápidamente localizamos la puerta por donde salían las bandejas de la cocina, lugar en el que nos ubicamos de forma natural y disciplinada. Ni que decir tiene que casi dejamos al resto de los setecientos comensales sin cena y sin bebida. Por fín, Crís amortizó la cena. Cada minuto alguien recordaba una anécdota, una situación, un momento mágico de todos los que vivimos durante la carrera.

El último día siguió este festival de morriñas en nuestra facultad y pusimos colofón a la reunión con una magnífica fotografía en las escaleras que suben a la sección de Geológicas enseñando el culo (debidamente protegido, eso sí). Nada había cambiado. Seguimos siendo los golfos simpáticos de siempre, aunque más experimentados y talluditos.

Sentí mucho el momento de la despedida hasta tal punto que hubo compañeros de los que me despedí hasta tres veces. Todos nos prometíamos que no dejaríamos pasar otros 23 años.

Mi regreso hacia Málaga fue como comer en un restaurante chino, todo lleno de salsa «agridulce». Circulaba por la autovía escuchando a Queen con su “We are the champions” a todo volumen y miré al retrovisor donde aprecié una inmensa mancha blanca. Creí reconocer a Sierra Nevada, pero una vez más me equivoqué. Era la inmensa nube blanca en la que había estado subido todo el fin de semana y que iba dejando atrás.

Curiosamente, hace 23 años yo tenía 23 años. Pero gracias a esta panda de descerebrados de la P26, sigo teniéndolos. Os quiero una jartá, amigos.
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