El mundo está como para retirarse a orar

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Para como está el mundo, creo que el más listo de todos ha sido Benedicto XVI. El hecho de renunciar (que no dimitir) del Papado es un acto de extrema humildad en unos tiempos en los que todo el mundo aspira al poder en cualquiera de sus formas. Pero más allá del acto renuncia en sí mismo, hay un elemento que denota la inteligencia de este hombre, que es la decisión de retirarse a un monasterio a orar.

Y es que el mundo se nos cae a trozos.

Lo de que haya guerras en diversos puntos del globo es terrible y lamentable, pero consecuente con la forma de ser del hombre. Nunca ha dejado de haber guerras, y no dejará de haberlas, pues hay muchos intereses en los países desarrollados para fomentar el negocio que se mueve en torno a ellas, desde la venta de armas hasta la reconstrucción de las ciudades. Además, ya se procura que los conflictos estén casi siempre lejos. 

Pero aquí mismo, en nuestro entorno, tenemos un cúmulo de crisis superpuestas que hacen del futuro algo muy borroso. Y es que a una crisis económica que afecta directamente a las familias con cada vez menos recursos, se une una crisis política en la que nadie parece tener más ideas que la del “y tú más”. Es deleznable ver a los políticos (todos sin excepción) hablando de forma cínica frente a los medios de comunicación explicando que la culpa siempre es del otro. Y sin ideas, por supuesto.

Y, además, en el caso de España, se suman una serie de señoritos nacionalistas que se olvidan de la solidaridad, de la historia (la de verdad) y de la Ley, buscando exclusivamente sus propios intereses y su poder en la parcelita que abanderan de forma indecente. Y todo, al final, por la consabida sed de poder y dinero.

Pero, ¿y la corrupción? Por si éramos pocos, ahora resulta que levantas la alfombra y rezuma la porquería. No hay partido político que pueda presentarse como abanderado de la limpieza porque todos se han valido de una forma u otra de donativos dudosos, de contratos nebulosos, de negocios ambiguos o de acciones discutibles en algún momento.

El trabajo, por su parte, es una especie en extinción. Cada vez son más los que engrosan las listas del paro y disponen de menos expectativas de contratación. La falta de horizonte del que adolecen las empresas y las dudas razonables sobre su futuro no les ayuda, precisamente, a crear puestos de trabajo. Por su parte, los sindicatos resultan ser el mayor timo de la historia, ya que solo valen para vociferar y sacar a la gente a la calle con el único fin (no confesable, por supuesto) de luchar por su propia supervivencia. No se han dado cuenta de que el mundo ha cambiado y que ahora ya no representan ni siquiera al quince por ciento de la masa trabajadora (de la que queda, por supuesto).

Y por si todo esto fuera poco, ahora resulta que comemos carne de caballo sin saberlo. Que los medicamentos genéricos tienen de todo menos medicamento. Que hay padres que resultan no serlo. Que la violencia doméstica (sí, doméstica, no de género) nos asalta cada día. Que los hospitales no tienen medios para atender a las personas como antaño. Que los actores protestan en la Gala de los Goya contra los recortes del gobierno mientras visten trajes que yo no pagaría con un mes de mi sueldo. ¿Seguimos?

Al final resulta que lo que tenemos, de verdad, es una crisis de valores.

Por todo esto, miro con envidia a Benedicto XVI, que ha decidido renunciar y que se recluirá en un monasterio a orar. Seguro que allí no sabrá de todo esto ni tendrá que aguantar las tropelías que gobernantes y poderosos hacen cada día. Y todavía hay quien lo critica. Posiblemente será porque el Papa ha sido capaz de renunciar, pero quien levanta la voz no es capaz de hacerlo. Perdería más de lo que es capaz de soportar.

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