Si hay un animal que representa en todo su dramatismo el cambio climático es el oso polar. Sin embargo, a pesar de ser el más utilizado para representar la crisis del calentamiento global, no es la especie más amenazada del planeta. Hay otras muchas que desaparecerán antes que el oso polar.
La razón de este penoso protagonismo quizá esté amparada por el hecho de ser un gran mamífero de porte impresionante con el que nos hemos familiarizado gracias a multitud de documentos gráficos realizados por investigadores y diversas organizaciones. En muchos de esos documentos hemos podido ver cómo la degradación del medio en el que habita es más que evidente. Ello ha provocado la modificación de sus hábitos de comportamiento en un proceso que puede considerarse uno de los mejores ejemplos del desastre que tenemos por delante… si no lo remediamos.
Una de las evidencias de esos cambios en el comportamiento es el acercamiento de los osos polares hacia el sur, a las zonas urbanas, donde buscan alimento. El origen hay que buscarlo en la congelación cada vez más tardía del mar, que está impidiendo que puedan cazar focas, su presa natural. No pueden hacerlo en mar abierto. Han aparecido osos reiteradamente y de forma cada vez más frecuente en zonas habitadas, mineras e industriales hasta ahora poco habituales como Novaya Zemlya o Norilsk, en Siberia.
Ya en 2002, el Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF, publicó un informe en ese mismo sentido donde aseguraba que el calentamiento global podría provocar la extinción del oso polar al constatar que, cada vez más, estos animales prolongaban el ayuno hasta el final de verano, época a la que llegaban ya mostrando evidencias de inanición. Lamentablemente, el tiempo está dando la razón a dicho informe.
El cambio climático no solo cambia el comportamiento estacional de los osos polares, sino que también afecta al modo de vida de otras muchas especies animales. Se ha constatado que interfiere con la migración de grupos animales, obligados a modificar el momento en que la realizan, sus rutas y a adaptarse a entornos a los que no están acostumbrados. En ocasiones, incluso dejan de migrar, pues creen encontrar todo lo necesario para su subsistencia en otras zonas, afectando con ello al equilibrio del ecosistema. Dos ejemplos de ello son la migración de aves en Europa central y del salmón en Alaska.
El apogeo de la llegada de las aves migratorias al centro de Europa solía ser, hace años, en torno al 25 de abril. El proceso y la secuencia de tiempos eran casi idénticos cada año. Miles de aves empollaban sus huevos, que eclosionaban en torno al 3 de junio, en el mismo momento que salían las orugas, que servían de oportuno alimento. Veinticinco años después, con un clima ahora algo más templado, las orugas aparecen quince días antes, provocando la falta de alimento para millones de polluelos, que ven comprometida su supervivencia.
El segundo de los ejemplos es el del salmón salvaje de Alaska. El calentamiento de las zonas polares está haciendo que deje de migrar. Al no hacerlo, para terminar ascendiendo por los grandes cursos de agua del noroeste de América, impacta directamente sobre la supervivencia de osos pardos o águilas calvas (especie en peligro), que pierden una de sus principales fuentes de alimento. Además, sus nutrientes (liberados tras su muerte) son básicos para el desarrollo de los bosques ribereños y las especies que los habitan. El salmón es una especie clave, cuyo impacto sobre otras especies es mucho mayor de lo que cabría esperar en relación a su biomasa.
Hay miles de ejemplos como estos. Cada día más.
Volviendo al oso polar, en efecto, es posible que lo utilicemos en exceso como paradigma de la crisis climática porque sea más fácil de dibujar, porque nos familiarizamos con él desde que tuvimos nuestro primer oso de peluche o porque, simplemente, nos impresiona su portentosa figura. Pero lo cierto es que el horizonte para su salvación está cada vez más lejano. Como el de otras muchas especies.
¿Y tú cómo lo ves?