Hablar con cifras en la mano es clarificador en algunas situaciones. Paradójicamente, mencionar grandes cifras puede no ser una buena idea si lo que queremos es comprender los problemas en toda su magnitud. Por poner un ejemplo, pensemos que en el mundo se generaron en el pasado año algo más de 2200 millones de toneladas de residuos urbanos. Pero la magnitud de esa cifra apenas dice algo. Sin embargo, si hablamos de que cada ciudadano europeo genera 1,3 kg de basura al día, la cosa suena diferente. Es una escala mucho más asumible. Más cercana.
Otros datos reveladores son los que nos permiten constatar cómo los países desarrollados producen muchísima más basura por habitante que el resto. Estados Unidos, por ejemplo, con un 4% de la población mundial, genera el 12% de los residuos globales. Dicho así, apenas duele. Pero si te digo que cada ciudadano de los EE. UU. produce diariamente más de 2 kilos de residuos, mientras que cada ciudadano etíope apenas produce 150 gramos de residuos en el mismo periodo… pues lo percibes de otra forma.
Y como cifra final, para no aburrir, solamente constatar que mundialmente solo se recicla un 16% de los residuos producidos (otra cifra borrosa). Pero seguro que te sentirías más atribulado si te dijera que de los 1,3 kg que generas al día de basura, tan solo se reciclan 208 gramos.
Cuanto más avanzada es una sociedad, el volumen de residuos producido por cada uno de sus habitantes es mayor. Y, lo que es peor, lejos de asumir cada uno su responsabilidad, la basura se ha convertido en moneda de cambio entre países ricos y pobres. El Sureste asiático y algunos países africanos son receptores de millones de toneladas de residuos que nadie quiere en sus propios países. A cambio reciben inversiones, se les dota de ciertas infraestructuras, acuerdan compensaciones económicas o se les paga una tarifa concreta. Lo que después suceda con esa basura parece no importar a casi nadie.
¿Se puede revertir esta situación?
Una gran parte de este problema está en los gobiernos, que no promueven buenas prácticas al respecto. Pero no debemos ser hipócritas y echar balones fuera. Quien más puede hacer por este tema somos cada uno de nosotros. Y son muchas las cosas que podemos hacer en nuestro día a día.
Si renunciásemos al uso de bolsas desechables (sean de papel, plástico o cualquier fibra extraña); si rechazásemos los envases de plástico, tan habituales en los supermercados, y comprásemos a granel; si procurásemos ir a pie o en bicicleta a aquellos lugares a los que podamos hacerlo; si reutilizáramos todo lo posible de las cosas que desechamos por moda, gustos u oportunidad… muchas inercias actuales empezarían a cambiar.
Ese primer paso puede ser un ejercicio muy sencillo: piensa dos veces cada acción cotidiana que realizas y mírala desde una perspectiva de sostenibilidad. Después actúa en consecuencia.
El gran cambio está en lo que podamos empezar a hacer cada uno de nosotros. Porque una vez pongamos nuestra propia maquinaria en marcha y nos concienciemos sobre que estamos siendo parte de ese cambio, tendremos argumentos y solvencia moral para exigir a quienes nos legislan y nos gobiernan que hagan lo propio. Y si no, los echamos.