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He de reconocer que cuando me dijeron que el escritor Francisco Ayala iba a darnos una charla tuve que preguntar a alguno de mis compañeros sobre quien era ese tipo del que, por cierto, todo el mundo conocía detalles de todo tipo. Yo era de “ciencias”, o al menos así se nos clasificaba a los que desde jovenzuelos nos orientamos hacia estudios más relacionados con la experimentación que con el pensamiento.
No le atribuí demasiada importancia al acto aun a sabiendas (tras una breve investigación entre mis compañeros) de que se trataba de uno de los “ilustres” de la Generación del 27. Ese fue uno de los datos que más me había llamado la atención al vincularlo directamente con otros autores como Federico García Lorca o Antonio Machado, más conocidos a la sazón incluso por gente como yo.
Estábamos en la primera mitad de la década de los ochenta, no recuerdo el año exacto, pero el caso es que llegó el día y sin tener nada mejor que hacer (supongo que aquel día no tocaba estudiar) me dirigí a la sala donde se daban las conferencias en mi colegio mayor.
Al cabo de un rato entró por la puerta este hombre de apariencia débil que ya en aquel momento me pareció muy mayor (todavía disponía, sin saberlo, de más de un cuarto de siglo por delante para sembrar cultura y conocimiento). Yo tenia veintipocos años pero recuerdo perfectamente aquella charla en la que nos habló sobre lo que había supuesto la evolución política de nuestra España en el desarrollo literario de la primera mitad del siglo XX. Sencilla conferencia pero genial.
Pero lo que me cautivó en verdad no fue esa charla sino las más de dos horas que nos dedicó posteriormente en la cafetería a un pequeño grupo de muchachetes hablando de cosas más banales y, en cualquier caso, respondiendo a cuantas barbaridades se nos pasaban por la cabeza. Lo que nos impactó a casi todos fue la aparente sencillez, a la vez que fuerza, con la que se expresaba Francisco Ayala. Si alguna vez tuvo rencor hacia algo o hacia alguien con motivo de su exilio, tuvo buen cuidado de no exhibirlo. Todo lo contrario, habló de cómo la circunstancia política, a parte de desembocar en la persecución de compañeros y conocidos, había contribuido a enriquecer los puntos de vista y el pensamiento de quienes tuvieron, como él, que marchar fuera de nuestro país por la intransigencia de unos y otros. Habló de muchas otras cosas, no recuerdo la mayoría de ellas, pero el punto en común era un conocimiento profundo de las personas y una forma de hablar que cautivaba.
Nunca leí alguna de sus obras ni me hizo falta. Aquel día conocí a una gran persona con una mente brillante y una sencillez que le otorgaba la fuerza de la que carecíamos cualquiera de los jóvenes que le rodeábamos. Desde entonces, cada vez que he escuchado su nombre o aparecía en algún medio de comunicación me apresuraba a decir a quien me oyera que “a ese tipo lo conozco”.
El otro día escuché hablar de él cuando anunciaron que había fallecido. Pues sí, a ese tipo lo conocí hace veinticinco años. Y me impresionó.
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